Ya teníamos ganas de sacar de paseo a
nuestras motoabuelas, aunque la verdad es que estábamos más pendientes del
cielo que de la propia ruta. La participación inicial de personas era alta pero
el de motos se dejaba en suspenso hasta la hora de salida.
Amaneció el día como todos los de este
invierno, con nubes cerradas y una seria amenaza de mojarnos en algún momento
de la mañana pero, como no llovía en ese momento, las motos que se presentaron
en el frontón eran unas cuantas. Salimos con puntualidad exquisita e iniciamos
la ruta prevista por la carretera de Hontagas. En el camino se nos fueron
uniendo participantes, tal como estaba previsto, hasta que en Milagros paramos
ante la duda de por donde continuar la ruta al haber dos carreteras alternativas.
Allí tuvimos el primer percance con un embrague revoltoso que, eso sí, no nos
impidió llegar al almuerzo, bien preparado, amplio, surtido y de buen comer.
Tras el ágape, momento que además sirvió para reparar cuestiones varias,
continuamos nuestro camino hasta Santa Cruz.
En el Museo ya nos estaban esperando, nos
dividieron en dos grupos e iniciamos el recorrido, las explicaciones y la
colección de olores. La verdad, es sorprendente como se puede montar un espacio
dedicado a la nariz, esa parte del cuerpo que parece estar solo reservada para
el pañuelo o para los adjetivos (des)calificativos y que sin embargo tan bien
nos abrieron al mundo de las sensaciones. No me quiero extender demasiado pero
si quiero dejar constancia de lo impresionados que salimos unos cuantos con
algunos de los datos que nos dieron y, sobre todo, de lo torpes que andamos a
la hora de identificar muchos de los olores allí resguardados. Al salir nos
dimos cuenta de lo productivo de la visita desde otro punto de vista, había
llovido y nos había pillado bajo techo.
Con esas dos gotillas todavía recientes y con
el temor de que se repitieran, retornamos lo más rápido (o lo menos lento) que
pudimos el camino de regreso hasta las cocheras, a la espera del remate final
de la jornada, la comida, a la que ya íbamos a ir en coche.
Con un poco de retraso y con el comedor del
restaurante solo para nosotros, dimos buena cuenta de un impresionante cocido
(salvo niños y honrosas excepciones), encarado con dificultad pero al que no
dimos la espalda en ningún momento.
En definitiva una buena jornada de
convivencia, la primera del año, además de una buena ocasión para comprobar que,
después de tanto tiempo apretándonos el cinturón, hay ocasiones en las que
podemos aflojarlo, aunque solo sea para meternos el cocido en el cuerpo, y es
que por algo hay que empezar….
Ah, por cierto, por la tarde cayó “la del
pulpo”.